El regalo de la esperanza

Leamos
Isaías 9:2-7:
El pueblo que andaba en tinieblas
Ha visto gran luz;
A los que habitaban en tierra de sombra de muerte,
La luz ha resplandecido sobre ellos.
Multiplicaste la nación,
Aumentaste su alegría.
Se alegran en Tu presencia
Como con la alegría de la cosecha,
Como se regocijan los hombres cuando se reparten el botín.
Porque Tú quebrarás el yugo de su carga, el báculo de sus hombros,
Y la vara de su opresor, como en la batalla de Madián.
Porque toda bota que calza el guerrero en el fragor de la batalla,
Y el manto revolcado en sangre, serán para quemar, combustible para el fuego.
Porque un Niño nos ha nacido, un Hijo nos ha sido dado,
Y la soberanía reposará sobre Sus hombros.
Y se llamará Su nombre Admirable Consejero, Dios Poderoso,
Padre Eterno, Príncipe de Paz.
El aumento de Su soberanía y de la paz no tendrán fin
Sobre el trono de David y sobre su reino,
Para afianzarlo y sostenerlo con el derecho y la justicia
Desde entonces y para siempre.
El celo del SEÑOR de los ejércitos hará esto.

La esperanza es aquello que anhelamos, en lo que ponemos nuestra confianza y aquello que esperamos. Hace unos dos mil años, el pueblo de Israel mantenía la esperanza, mientras estaba en medio de sus enemigos.

Muchos años antes, Isaías había profetizado que Dios enviaría un Rey que los libraría del dominio de sus enemigos. Este Rey cambiaría el temor y la angustia que vivían por alegría y descanso. Era una promesa difícil de imaginar, pero era la esperanza de Israel: este Rey era todo lo que necesitaban y esta promesa se cumplió con el nacimiento de Jesús.

¡Jesús es el Rey prometido! Él es el cumplimiento de la esperanza del pueblo de Israel. Él es la luz que resplandeció en medio del pueblo de Dios. Jesús mostró quiénes son nuestros verdaderos enemigos —Satanás y nuestro pecado— y que Él puede darnos libertad de ellos.
Podemos vivir con la esperanza de que, en un futuro no muy lejano, veremos cara a cara a nuestro Dios. ¡Ven, Señor Jesús!
 
Sin embargo, hoy que preparamos nuestro corazón para celebrar el cumplimiento de esta promesa, necesitamos recordar que seguimos, de alguna forma, en guerra. No necesitamos ser esclavos en tierras enemigas para saber que estamos en territorio enemigo: los cristianos luchamos constantemente contra nuestro pecado, Satanás busca intimidarnos, batallamos contra la corriente de este mundo y, a veces, simplemente estamos cansados de las amenazas de nuestra cultura.

En medio de esta realidad, podemos volver con confianza a las palabras del profeta Isaías y recordar que la esperanza que tenía Israel en el Rey prometido es también una esperanza para nosotros hoy. Sin embargo, nosotros no tenemos que esperar de la misma manera por Jesús, porque Él ya vino y se entregó por los Suyos para que ya no estemos solos. Nosotros, en cambio, mientras vivimos en un mundo que se cae a pedazos, podemos confiar en que todo reposa soberanamente bajo el gobierno del Rey Jesús, de quien esperamos Su regreso.
Tenemos la certeza de que Él es la Palabra que aconseja nuestra alma y a quien necesitamos recurrir diariamente para encontrar dirección. Podemos hallar consuelo en saber que nos espera una eternidad donde la paz no tendrá fin, porque Jesús es el Príncipe de paz, el cual reina para siempre. Lo más maravilloso de todo es que, a través de Cristo, tenemos la certeza de que somos hijos de un Padre que nos ha adoptado por la eternidad. Podemos vivir con la esperanza de que, en un futuro no muy lejano, veremos cara a cara a nuestro Dios. ¡Ven, Señor Jesús!

Oremos
Padre, gracias porque en Cristo Jesús tenemos esperanza. Gracias porque podemos recurrir cada día a Ti por medio de Tu Hijo Jesús. Ayúdanos a vivir confiando en Tus promesas y a compartir sobre nuestra esperanza, mientras esperamos el día que estaremos contigo para siempre. Amén.

Compartamos
Los cristianos necesitamos recordar la gloria que esperamos con el regreso del Señor. Busquemos oportunidades para decirle a otros sobre nuestra esperanza en Jesús. Por ejemplo:
  • Cuando un amigo esté sufriendo, contémosle que Jesús se entregó a la muerte para librarnos de nuestro pecado y ofrecernos una vida eterna sin sufrimiento con Él.
  • Cuando notemos que un cristiano está cansado de luchar con su pecado y resistir al enemigo, recordémosle que puede seguir acudiendo a Dios porque Jesús pagó el precio para que tengamos comunión con Dios.